El cine, la literatura, el teatro nos hacen empatizar con el diferente como casi ningún otro medio puede hacerlo. Leemos un libro, vamos al teatro o vemos un drama y a las pocas páginas o minutos estamos en la piel de ese que es el diferente en la obra.
Durante el relato apreciamos como injusta la posición de la mayoría que acosa, ataca o no comprende al diferente; valoramos la singularidad de ese personaje distinto a los demás, podemos entenderle y apreciamos sus virtudes. Por eso, mientras avanza el libro, la obra o el filme que vamos viendo nos va pareciendo más injusto el trato que recibe el diferente durante el drama. Vivimos con él o ella, todas sus agonías y cargamos junto a él la losa ominosa del oprobio o la burla.
Luego terminamos el libro, la obra de teatro o la película que vimos y pasamos inmediatamente a integrarnos en esa multitud incomprensiva, intolerante con el diferente. En ocasiones pasamos a acosarlo, o hasta hacemos burla de él.
Siempre nos resulta mucho más fácil (ya que la mayoría se piensa buena) identificarnos con la única persona que comprende a ese personaje singular, diferente e incomprendido. Se trata de una mera ilusión, por demás breve; porque la inmensa mayoría de los que leen el libro, van al teatro o miran el filme no cambian en sus convicciones; siguen siendo de la mayoría incomprensiva, intolerante, presta al insulto, la discriminación respecto a aquél, que en su vida diaria, encuentren como diferente.
Sin embargo, tal y como retrata un famoso cuento persa, en medio de la multitud siempre hay un “pequeño pez negro”, que semanas después de ver la obra, al encontrarse con el diferente en la vida real, lo observa, desea acercarse y cree que puede comprenderle.