Mariona siente frío.
Siente la ausencia de sus seres queridos.
El calor de un abrazo, de un beso en la mejilla.
Las personas a las que más ama, a su padre, a su novio, están lejos.
Su padre es una persona de riesgo ante la COVID-19. Su novio vive fuera. Se fue unos días antes del estado de alarma.
No los puede ver.
En parte tiene suerte.
Trabaja.
Trabaja en un supermercado donde todo el ambiente se encuentra crispado por una situación que sobrepasa los límites normales.
Sus compañeras sienten la desesperación del momento, la incertidumbre, la sobrecarga de trabajo, por culpa de un fenómeno que ha modificado la vida de todo el mundo, en sentido literal, como hacía casi un siglo que no pasaba en tales dimensiones.
El miedo al contacto, al contagio, la falta de protección hace mella, las abruman.
Mariona se contagia de ese ambiente donde pese a todo hay compañerismo como en un ambiente templado.
Tibio.
Estéril.
Pero todo eso se acaba al volver a casa, donde todo se vuelve frío como témpanos de hielo.
La soledad de su hogar la hunde en un mar frío y profundo.
Mariona se abraza a sí misma en la ducha buscando dentro el calor que no encuentra.
También lo busca en las sábanas de la cama y la manta del sofá.
Pero dónde encuentra mayor calma es con el sol.
El sol que la abraza al despertar un nuevo día para seguir caminando hacia delante.